POR CARLOS FUENTES
“Hay una ruptura
en la historia de la familia, donde las edades se acumulan y se superponen y el
orden natural no tiene sentido: es cuando el hijo se convierte en el padre de
su padre”. Es cuando el padre se hace mayor y comienza a trotar como si estuviera
dentro de la niebla. Lento, lento, impreciso.
Es cuando uno de
los padres que te tomó con fuerza de la mano cuando eras pequeño ya no quiere
estar solo. Es cuando el padre, una vez firme e insuperable, se debilita y toma
aliento dos veces antes de levantarse de su lugar. Es cuando el padre, que en
otro tiempo había mandado y ordenado, hoy solo suspira, solo gime, y busca
dónde está la puerta y la ventana - todo corredor ahora está lejos. Es cuando
uno de los padres antes dispuesto y trabajador fracasa en ponerse su propia
ropa y no recuerda tomar sus medicamentos. Y nosotros, como hijos, no haremos
otra cosa sino aceptar que somos responsables de esa vida. Aquella vida que nos engendró depende de
nuestra vida para morir en paz.
Todo hijo es el
padre de la muerte de su padre. Tal vez la vejez del padre y de la madre es
curiosamente el último embarazo. Nuestra última enseñanza. Una oportunidad para
devolver los cuidados y el amor que nos han dado por décadas.
Y así como
adaptamos nuestra casa para cuidar de nuestros bebés, bloqueando tomas de luz y
poniendo corralitos, ahora vamos a cambiar la distribución de los muebles para
nuestros padres. La primera transformación ocurre en el cuarto de baño. Seremos
los padres de nuestros padres los que ahora pondremos una barra en la regadera.
La barra es emblemática.
La barra es
simbólica. La barra es inaugurar el “destemplamiento de las aguas”.
Porque la ducha, simple y refrescante, ahora
es una tempestad para los viejos pies de nuestros protectores. No podemos dejarlos
ningún momento. La casa de quien cuida de sus padres tendrá abrazaderas por las
paredes. Y nuestros brazos se extenderán en forma de barandillas.
Envejecer es
caminar sosteniéndose de los objetos, envejecer es incluso subir escaleras sin
escalones. Seremos extraños en nuestra propia casa.
Observaremos cada
detalle con miedo y desconocimiento, con duda y preocupación. Seremos
arquitectos, diseñadores, ingenieros frustrados. ¿Cómo no previmos que nuestros
padres se enfermarían y necesitarían de nosotros? Nos lamentaremos de los
sofás, las estatuas y la escalera de caracol. Lamentaremos todos los obstáculos
y la alfombra. Feliz el hijo que es el padre de su padre antes de su muerte, y
pobre del hijo que aparece sólo en el funeral y no se despide un poco cada día.
Mi amigo Joseph
Klein acompañó a su padre hasta sus últimos minutos.
En el hospital,
la enfermera hacía la maniobra para moverlo de la cama a la camilla, tratando
de cambiar las sábanas cuando Joe gritó desde su asiento: Deja que te ayude.
Reunió fuerzas y tomó por primera vez a su padre en su regazo. Colocó la cara
de su padre contra su pecho.
Acomodó en sus
hombros a su padre consumido por el cáncer: pequeño, arrugado, frágil,
tembloroso. Se quedó abrazándolo por un buen tiempo, el tiempo equivalente a su
infancia, el tiempo equivalente a su adolescencia, un buen tiempo, un tiempo
interminable.
Meciendo a su
padre de un lado al otro. Acariciando a su padre. Calmando él a su padre. Y
decía en voz baja:
- ¡Estoy aquí,
estoy aquí, papá! “Lo que un padre quiere oír al final de su vida es que su
hijo está ahí”.
Largo... hondo...
reflexivo.
Ojalá puedan
compartirlo a sus familias.
¡Importante la
memoria, la gratitud y el amor!!!
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